09 junio, 2006

FINAL, MARTÍN LÓPEZ-VEGA

Juntos en la glorieta del castillo de Schönbrunn
viendo caer el sol sobre la ciudad vieja,
o en un rincón perdido de la calle Löwengasse
-por ejemplo el café Blasel, donde besamos
a la vida besando nuestros labios-
es como me gusta recordarnos:
o en el Graben, donde te conocí
aquella fría tarde que cantábais
las más tristes canciones:
¡Qué bonitos labios tienes,
te los besaré!
¡Qué bonitos ojos tienes,
te los robaré!
Y vaya que si los robaste.
Sedientas calles buscando tus labios,
largas tardes en que no venías,
soledades, miedos, adioses.
De lo que sucedió después
prefiero no recordar nada.
El amor nos vuelve estúpidos y ciegos,
y crueles al saber
que hay alguien que no amamos y nos ama,
como si ver sufrir a los demás por nuestra culpa
fuese el único pago
a nuestro propio sufrimiento,
a la angustia de saberse frágiles y breves.
Ahora todo aquello ya no me hace daño.
Mi estupidez de entonces me provoca
tan sólo una sonrisa melancólica,
pero ya no quema.
Y tú,
eres sólo una sombra
que se dirige, sola y sin camino cierto,
al país sin regreso del olvido.

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